Lucía se casa
- o no -

Cuando era pequeña, mi madre me decía muchas veces que una mujer sin marido no valía nada y al mi crecer, lo repetía cada vez más. Cuando tuve mi bigésimo cumpleaños, ya lo había dicho unos cinco mil veces – podéis imaginaros que estaba hasta las narices de esto. La verdad es que ella también estaba hasta las narices de mí, porque con veinte años seguía soltera, aunque me hubiera dicho tantas veces que el marido había sido lo más importante en la vida de una muchacha. Especialmente si la muchacha era la hija de un soldado legendario de la Reconquista. Pero a pesar de esto, encontar un marido fue lo más difícil que había hecho en mi vida. Si fuera algo fácil, no estaría aquí, contando esa historia. El problema no era que no quisiera casarme; quería, pero una chica inteligente que sabía leer, escribir y manejar la espada sobrepesaba cualquier hombre. Y con sobrepesar no sólo me refiero a las cualidades. En aquellos tiempos era tan gorda, que hubiéramos tenido que hacer las puertas más achcas de nuestra casa. Si añadiéramos mi fealdad también, ya no sería tan sorprendente mi soledad de veinte años.

Después demiles de visitas de miles de pretendientes y de millones de discusiones con mi madre, me ocurrió que si quería decidir yo, quién sería mi novio, tenía que ser yo, quién lo buscara. Así que una noche salí de mi casa con la espada de mi padre. En aquel momento él ya estaba muerto, por eso no pudo enfadarme por eso, y la opinión de mi madre no me interesaba, porque no tenía ni idea de las cosas del armamento.

Viajé por casi toda Andalucía, asistiendo bailes de señores feudales, pero en ninguna ciudad tuve suerte. En una por ejemplo casi pasó algo entre mi y el hijo de un noble, que era inteligente, gracioso, guapo... ¡ay, si no hubiera venido esa chica con sus malditos zapatos! Pero vino, así que el varón me abandonó para poder bailar con aquella muchacha tan hermosa que tenía zapatos de vidrio. En otra pensaron que había vuelto loca por besar a todas las ranas en los jardines, porque había oído que el beso de una princesa había convvertido una rana en príncipe, por eso decidí intentarlo. Pero vosotras no lo intentéis, ¡os lo ruego! Es demasiado peligrosa para vosotras porque sólo Dios sabe que contagiosas sean esas criaturas, y para mí también, porque vuestra padre me matará, si se entera de lo que os estoy contando. Después de besar a las ranas no cambiaron de nada, sólo me miraron sorprendidas con sus ojos de platos. Así perdió esta oportunidad. Pero también perdí peso porque ese hecho me quitó las ganas de comer. Durante mi viaje intentaba atrapar golondrinas para colgarles mensajes, como lo había hecho la princesa Leíla en aquella leyenda que ya os había contado muchas veces. Lo que pasó era que mi aspecto físico les daba un susto, aunque ya no estaba gorda, pero de la fealdad no tenía cura.

Con mi cara cuadrada, pelo corto y negro parecía más un muchacho que una chica. Eso generó malentendidos durante mi camino, como por ejemplo el encuentro con un grupo de soldados cerca de Bubión, un pueblo de la Alpujarra granadina. Los siete hombres estaban miando una escoba que estaba barriendo sola en la mitad de la carretera. En los rostros de los soldados llevaba signos de temor: estaban pálidos con ojos petrificados y los labios blancos. Al ver eso, por alguna razón desconocida me sentí que tuviera que tocar la escoba. A lo mejor por mostrar que valiente era. Pensé que no perdiera nada, si me llevara el Diablo, pues, me había llevado. Entonces, cogí la escoba, que de repente se paró. Los hombres me miraron como si tuviera dos cabezas. Como mínimo. Hasta que uno de ellos desenvainó su espada y me la apuntó.

-           ¡Alto, aliado del Diablo! – gritó. Creo que ya podéis adivinar quién lo fue.

-           ¿Tocar la escoba que da miedo a los soldados significa ser aliado del Diablo? –pregunté - Creo que significa que los soldados ya no son tan bravos como antes. ¡Ya les da miedo hasta una escoba!

Al oír esto, sus compañeros también sacaron sus espadas – claro, porque les había llamado cobardes - y yo también me preparé para combatir, sin embargo no llegamos hasta ese punto. Porque un hombre alto con hombros anchos, barba negra y espesa (vuestra padre) me preguntó de dónde había sacado mi espada. La miré con mucha sorpresa, no sabiendo por qué era tan especial en mi arma bastante sencilla. Le contesté que había sido la de mi padre.

-          Entonces... ¿vos sois el hijo de Augustín Montero de Cente? – me preguntó.

-          Casi – dije yo -, soy su hija.

La sorpresa oleó entre los soldados: se quedaron con la boca abierta, haciendo el sonido “oooo” – me parecían una manada de vacas. Luego vuestra padre retomó el control en si mismo y me dijo que se llamaba Arturo Suárez de Catlón, había trabajado como el escudero de mi padre y los otros habían sido los miembros de su ejército. En ese momento me acercó otro soldado, preguntándome que estaba haciendo allí, tan lejos de mi casa, y además, sola. Cuando le respondí que estaba buscando maridos, me miró muy escépticamente. Él fue Juan Frenando Gómez de Cadencia, el líder del grupo que no me creía lo que le hubiera dicho. Suponía que temió su posición, que era natural por la aparición de la hija de un Montero, cuyo nombre era igual a la honra entre los soldados. De verdad, aunque no sabían nada de mí, me respetaban y no como solían respetar a una mujer.

Supe que los soldados iban a Granada como yo, por eso me uní a ellos. El antiguo ejército de mi padre iba a la ciudad para ayudar a don Silva de Sconteno en la búsqueda de la Herencia de los Musulmanes, que apareción en mis pensamientos como una caja llena de joyas y dinero.

Por la primera noche no me pude dormir, pero gracias a eso, Gómez no pudo matarme, aunque lo había intentado. Estaba mirando las estrellas cuando una silueta negra tapó las estampas fulgentes en el vestido elegante del cielo. La sombra me acercó, así que pude ver el brillo de su espada. Todo pasó muy rápido: la eludí, él clavó su arma en la tierra y mientras intentaba sacarlo, yo, ganando fuerza de mi susto, le clavó la mía. En la luz de la Luna reconocí a mi víctima como Gómez con la mezcla del temor y dolor en sus rostros. Verlo fue como un golpe fuerte en mi pecho: no pude respirar y me sentí una enorme vaciedad en mi interior, después empecé a temblar como la nariz de mi madre cuando mentía. Suelté la espada y quisiera correr de allí, temiendo mi propia vida, cuando alguien me tocó el hombro. Fue Suárez. Debido a eso, perdí la calma y le confesé todo. Él no me dijo nada, sino despertó a sus compañeros y después de contarles lo que había pasado, todos me acercaron. Estaba seguro de que me iban a matar por el asesinato de su líder – ya me imaginé sin cabeza, pero no me gustaba mucho lo que vi en mi mente: ¡sin esa parte de mi cuerpo, acabaría de ser una persona completa!

-          Mirad – les dijo Suárez a los soldados enseñándo a mí -, os presento nuestra nueva líder.

Me quedé tan sorprendida que pusé mis ojos como platos tan grandes que se hubiera podido comer en ellos, por eso vuestra padre me explicó que al matar el líder actual, tuve que tomar su papel. Miré a mi alrededor y como no vi ninguna mirada enviosa o con odio, decidí aceptar mi nueva posicón, aunque tenía más miedo que una col entre las cabras.

Dos días después llegamos a Granada, para salir de allí al cabo de otros dos con el ejército del señor feudal, Rodrigo Silva de Scontento, dirigido por su hijo mayor llamado igual que su padre y vi en él una nueva oportunidad para casarme. Por eso intentaba charlar con él, pero no teníamos muchos temas en común, al principio ni siquiera sabía que era una chica. Y luego me estaba enfadado por atreverme a proponer un plan de ofensiva diferente del suyo. Le dije que mandáramos una parte del ejército al bosque cercano del castillo de los moros para evitar su escapada, pero según él eso era una tontería.

Al día siguiente llegamos al castillo de los moros que querían retomar el poder de España y que quedaron sorprendidos viendo la ofensiva. Pero no lo suficiente ya que pudieron herir al hijo mayor de don Silva que viendo su propia sangre, se desmayó. En ese momento perdió la oportunidad de casarse conmigo. Y yo, aprovechando su incapacidad de dirigir a los soldados, tomé su papel y ordené a los hombres que arrodearan el castillo. La batalla se estalló entre nosotros y los moros: se oían gritos de soldados, los pasos y sonidos de los caballos – como si la orquesta de la muerte estuviese enasayando allí.

Gracias al desesperación de los musulmanes, pudimos entrar pronto en el castillo para encontrar la Herencia. Dentro del edificio descubrí un pasillo secreto y allí, por accidente dé un golpe a un muchacho con alrededor de veinte años con una puerta. Aprovechando la situación, le pregunté sobre la herencia, y me contestó que estaba allí en el pasillo. Miré alrededor, pero no vi nada que me acordase una caja de tesoros.

-          ¿Está debajo del suelo, o qué? – le pregunté con un poco de fastidia.

-          No – dijo el chico con turbante, sonriéndome. – Soy yo la herencia.

Oyendo eso me quedé con la boca abierta y no pude ni respirar. ¡En mi vida había pensado que la Herencia podía ser una persona!Saliendo del castillo me contó que era el hijo de Boabdil y de una mujer española y había sido criado como la nueva esperanza de los moros de tomar el trono del país otra vez. Pero hubo un obstáculo ante de ese plan: al muchacho le daban miedo los armamentos. Así que al ver mi espada no pudo decirme si era chico o chica.

Los soldados tampoco conocían la identidad de la Herencia, por eso se sorprendieron, igual que don Silva que al principio no tenía ni idea de que hacer con la Herencia. Hasta que Miguel, su hijo menor le ofreció el puesto de su criado. Se asombró aún más cuando supe que en vez de su hijo mayor, una mujer había dirigido su ejército. Por eso no sabía cómo pagarme por la exitosa ofensiva. Después de pensar mucho le ocurrió una idea: quería que me casara con su hijo mayor. ¿Yo con un muchacho que se desmaya viendo su sangre? ¡Qué va! – pensé y supe que Rodrigo también había protestado contra ese matrimonio. Mencionó distintas razones; Creía que resultaba demasiado masculino para él, además, le derogó que había sido yo la líder del ataque contra el castillo. Sin embargo, no perdí la oportunidad de ser esposa, gracias a Miguel, el hijo menor de don Silva. Me algeré, porque el muchacho era mi amigo y empezamos a preparanos para la boda.

Las cosas iban bien hasta que un día el hijo mayor de don Silva se enamoró de una mujer bellísima que le contó toda su vida, excepto que tenía un amante celoso, que una noche le matóy el muchacho se convirtió en una piedra negra. De verdad, no sé por qué en una piedra, porque no eran semejantes de nada. Si se hubiera convertido en una almohada, vería algo en común, pero de esta manera...

Pues, eso no fue la última desgracia en la casa de don Silva, porque el día antes de la boda Miguel, el hijo menos salió del armario: se enamoró de la herencia de los Musulmanes. En consecuencia, tuvimos que cancelar la ceremoníay los dos chicos tuvieron que huir del castillo. Ya entiendo, por qué quería casarse conmigo. Para que no el señor feudal no les hallara, les regalé le escoba del Diablo que había traido de la Alpujarra que fue borrando sus huellas.

Enterándose de la escapada de Miguel y su criado, don Silva casi se desmayó y si no hubiera sido por mí, que lo sujeté, se habría caído por la ventana de su cuarto. Por salvar su vida me regaló este castillo, que había sido el de la Herencia y las tierras alrededor. Poco después me convertí en la líder de su ejército, y como veis, sigo viviendo sin marido. Así podéis ver que para ser feliz, no tenéis que casaros.

-          ¿Habéis terminado ya? – oigo la voz impaciente de mi amigo mejor y de mi ojo derecho, Arturo Suárez de Catlón del pasillo. Sus hijas le responden que sí, el cuento ya se ha acabado.

Les deseo buenas noches y salgo de su cuarto. En el pasillo está mi amigo, con su barba espesa y negra y con una sonrisa, de lo que me noto que algo no esté bien con él. No es el tipo sonreiente.

-          ¿Qué estáis enseñando a mis hijas? – me pregunta con ironía. – Les dices, que no se casen, ¿eh?

-          ¡Nunca les ha dicho esto! Sólo les he demostrado que una mujer soltera sí que tiene valores.

Suárez me mira con signos de escepticismo en su cara.

-          ¡Es verdad! – le digo. – Mirad, tengo un castillo, tierras, riquezas, un ejército excelente, amigos, honra y todavía estoy soltera. Sólo me falta una cosa.

-          ¿Qué?

-          Decirle a mi madre que se haya equivocado.